Omar Sepulveda*
Momentos antes del violento allanamiento de nuestra sede, Elena Acuña había abandonado la oficina por instrucciones del “Timo”.
El “Lunático” partió ayer y me dejó la tarea de “apagar la luz”.
Con Jorge nos conocimos el 15 de junio de 1971, cuando ingresé a trabajar en Prela. Éramos los dos más jóvenes, él sólo un poco más de un año mayor que yo. La convivencia diaria gestó una amistad que luego se consolidó en las calles del entonces convulsionado centro de Santiago.
“Tantas bombas (lacrimógenas) que no nos veíamos” era un saludo entre los reporteros que cubríamos las marchas y contramarchas de partidarios y opositores al gobierno del presidente socialista Salvador Allende, a menudo dispersadas con carros lanza agua por la policía de Carabineros.
No pocas veces llegábamos empapados y con los ojos irritados a la oficina ubicada en el corazón de Santiago, a sólo dos cuadras del Palacio de La Moneda, la sede del gobierno chileno.
Jorge siempre estaba en primer plano. Recuerdo con nitidez una ocasión en que una de esas grescas, particularmente violenta, se escucharon disparos. Timossi me pidió que saliera a buscar a Luna y lo vi tirado en el suelo en una esquina del entonces Congreso Nacional mientras zumbaban las balas disparadas desde uno y otro bando.
El día del golpe, con medio cuerpo afuera, fotografiaba desde el balcón de la oficina el paso de los tanques y la represión a transeúntes, mientras soldados de infantería apuntaban hacia los edificios circundantes. Un grito de Timossi interrumpió su labor. El mismo Luna, con otro grito, contuvo mi peligrosa reacción contra un militar que estrellaba un cuadro del Che contra el
respaldo de una silla.
Tampoco olvido nuestra despedida en la puerta del ascensor en el que dos militares los escoltaban a ustedes hasta la embajada de Cuba, mientras yo, por ser chileno, debí quedarme solo en la oficina, ni tus llamados constantes para que, tras cerrar la corresponsalía, viajara a reunirme con él en Lima, lo cual recién se concretó en febrero de 1974.
Tras 21 años en la agencia, los seis últimos en Cuba, en la Central de 23 y N, regresé a Chile.
También atesoro, hoy más que nunca, nuestros encuentros en Perú, Cuba, Uruguay y Santiago de Chile, cuando volviste como corresponsal.
Luna era polifacético, excelente redactor, buen fotógrafo, cocinero e, incluso, peluquero (mi esposa siempre me ha dicho que en esos años el me hizo, en el laboratorio de fotografía, el mejor corte de pelo de mi vida).
Lo siento Jorge, pero no podré cumplir ese encargo mutuo de que “el último apaga la luz”.
Estoy seguro que todos ustedes quedarán inscritos en los anales de Prensa Latina.
¡Hasta siempre compañero y, sobre todo, amigo, Jorge Luna!
rmh/os
*Periodista de Prensa Latina por más de dos décadas, que comenzaron precisamente en Santiago. Corresponsal en Panamá, donde acompañó la epopeya del general Omar Torrijos, y en otras capitales de Nuestra América.





