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lunes 2 de diciembre de 2024
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Son pájaros y no vuelan

Sao Paulo, Brasil (Prensa Latina) ¡Imagino la mente de quienes vivían entre los siglos XIV y XVI ante tantos cambios de paradigmas! Fueron testigos, literalmente, de la caída del cielo. La fe, sustentáculo del período medieval, fue desbancada por el advenimiento de la ciencia. Las exploraciones marítimas suplantaron a los vuelos de los ángeles. Ptolomeo, ídolo de los negacionistas, le cedió el proscenio a Copérnico y Galileo.

Frei Betto*, colaborador de Prensa Latina

Pero el optimismo volteriano por la irrupción de la modernidad, apoyada en sus hijas dilectas, la ciencia y la tecnología, no se confirmó. A la servidumbre del feudalismo siguió la opresión del capitalismo. Los pronósticos del Iluminismo no se convirtieron en realidad: a pesar de la fe atea de Nietzsche, las religiones se robustecieron en la posmodernidad, y el dogma de la inmaculada concepción de la neutralidad científica se desvaneció en los hongos atómicos de Hiroshima y Nagasaki.

El capital se convirtió en señor del mundo. Es el dios Mamón, al que todos debemos adorar. No hay nada por encima de él, ni leyes, ni derechos humanos, ni fronteras. Se creó un Sansón que desbanca a todos los filisteos y aún no ha encontrado un David capaz de derrotarlo.

Su poderosa cabellera son las redes digitales. Ellas provocan la misma ruptura epistemológica causada, con el advenimiento de la modernidad, por la filosofía de Descartes, la física de Newton y la literatura de Cervantes. Y en la posmodernidad, por la física, la física cuántica, la muerte de los grandes relatos y el descubrimiento del inconsciente.

El surgimiento del motor eléctrico en el siglo XIX dio origen a tres generaciones de equipos de comunicación: el radio, que se escucha; la televisión, que se ve; y las redes digitales, con las cuales interactuamos. Mientras que somos objetos pasivos ante la radio y la televisión, el cine y los medios impresos, con las herramientas digitales nos sentimos protagonistas. Tenemos la sensación de haber alcanzado el clímax de la libertad de expresión. Se fue a pique el consenso de la mayoría dictado por la hegemonía de la minoría. Ahora cada quien es rey o reina en su propia burbuja. Hemos vuelto a tribalizarnos. Sin ninguna conciencia de que, en realidad, somos manipulados por una sofisticada tecnología que nos introyecta un chip virtual y nos induce a renunciar a la condición de ciudadanos para reducirnos a la de meros consumidores.

¿Cuáles son las consecuencias de tan abrupta revolución epistémica? Niños y jóvenes tiene hoy un doble espacio de (de)formación: el institucional (la familia, la escuela, la iglesia, etc.) y el digital (Google, Tik Tok, Instagram, X, Facebook, YouTube, etc.). Como son espacios antagónicos, aparece un conflicto en la subjetividad. La tendencia es que lo digital prevalezca sobre lo institucional. En el espacio digital cada quien encuentra su tribu, que habla su mismo lenguaje onomatopéyico. Y crea sus propios valores sin dar oído a la voz autoritaria de padres, maestros, ministros religiosos y políticos. Allí cada usuario es primus inter pares y no hijo, alumno, fiel o elector.

No obstante, hay un grave problema. Imagine viajar de São Paulo a Rio de Janeiro por tierra sin carreteras, mapas, indicaciones ni vehículos. La vida está hecha de paradigmas, referencias, valores y objetivos. Cuando nada de eso tiene solidez, porque vivimos en la “sociedad líquida” (Bauman) prevista por Marx (“todo lo sólido se desvanece en el aire”), nos sentimos perdidos. Porque el tiempo no espera. Y quien no conoce el camino se queda sin horizonte de futuro. Cae en el remolino del aquí y ahora, sin que la vida encuentre en el tiempo su línea de historicidad.

De ahí el número de jóvenes que se niegan a madurar. Desprovistos de un lenguaje lógico, rehenes del precario dialecto telegráfico de las redes, prisioneros de sus jueguitos virtuales, navegan a la deriva, sin brújula, en el mar de la vida. Son pájaros y no saben volar. Adultos que todavía viven bajo el techo de la familia, parecen náufragos agarrados a los escombros de una era que cayó por tierra, porque no han aprendido a nadar. ¡Gritan pidiendo socorro! Ni siquiera saben lo que es la utopía, que podría salvarlos de ese remolino que como un caño de desagüe los succiona hacia una vida shoppingcentrada y permanentemente monitoreada por las redes digitales. Muchos sufren de nomofobia, esto es, de dependencia del celular. Es fácil saber si usted ya contrajo esta enfermedad: ¿al acostarse a dormir apaga o no el celular?

Ignoro qué dirá el futuro de esa primera generación que pasó de la era analógica a la digital. Pero los síntomas no son halagüeños: odio a flor de piel, reaparición de la derecha neonazi, suplantación de la economía productiva por la especulativa, aumento de las formas criminales de discriminación (homofobia, xenofobia, racismo, misoginia, etc.). Han entrado en escena el negacionismo, la cancelación y la polarización. Se desgarran los valores éticos, se amplía el ecocidio, se ridiculizan los derechos humanos.

Mientras contemplamos perplejos el diluvio que afecta a Rio Grande do Sul no advertimos que estamos al borde del abismo. No hay un puente llamado utopía que nos conduzca a tierra firme. Así como la naturaleza, que no nos necesita para nada y que en su decurso extinguió varias especies, como los dinosaurios, ahora somos nosotros mismos, los seres humanos, quienes nos aniquilamos como el ouroboro, la serpiente que se muerde la cola.

Aún estamos a tiempo de evitar lo peor incentivando el pensamiento crítico, introduciendo la razón dialéctica en lugar de la analítica y, sobre todo, regulando las redes y sus plataformas.

rmh/fb

*Escritor brasileño y fraile dominico, conocido teólogo de la liberación. Educador popular y autor de varios libros

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