José Luis Díaz- Granados*, colaborador de Prensa Latina
Pero, además, es un caminante infatigable por ciudades y veredas del ancho mundo, azotacalles, vagabundo, viajero empedernido, cronista, lector de versos, cuentista y cuentero, ferviente bebedor de vino, vendedor ambulante de sus propios libros, heresiarca perenne, transgresor y visionario, admirador de la gesta heroica de la Revolución Cubana, de Artaud, Anaís Nin, Henry Miller, Lovecraft, María Mercedes Carranza y San Juan de la Cruz, entre otras y otros hacedores de verbalidad heterodoxa intemporales, todos ellos, desbordantes de facundias geniales, pensamientos inusitados y en permanente estado de rebelión. Nacido en esta bella, secreta y desigual ciudad del Águila Negra hace 65 años, Juan Carlos, se reveló a sí mismo precozmente y no ha cesado jamás de pensar, recrear, imaginar y llevar a las tablas o a las páginas en blanco la infinidad de ocurrencias que brotan de una mente inquieta, original y multifacética como es la suya, en su afán de reinventar la cotidianidad, los sueños y la infinita posibilidad de exocizar todas las formas de las artes escénicas y literarias, para enfrentarlas a la contradictoria realidad del diario vivir.
Durante más de cuatro décadas hemos admirado, gozado y celebrado sus puestas en escena ya clásicas como La cabeza de Gukup, Memoria y olvido de Úrsula Iguarán, Los demonios, Las troyanas, El enano, Sexus, La bruja o el sueño de las tormentas, Crónica de viaje al país de los Tarahumara, Los ejércitos, La vorágine y Maldición del rey ciego, así como sus obras poéticas y narrativas La pasión de las lunas, Guía de sonámbulos, En la línea beduina, Punto de fuga, Arte de labranza, Con los pájaros en la cabeza, Tigre comedor de sables y Cinco textos dramáticos, entre otras creaciones del gran Juan Carlos, siempre bien acogidas, aplaudidas y consagradas tanto por el público en los salones teatrales como por sus lectores, fervorosos y fieles, en todas las geografías y en todos los tiempos.
A este jubiloso artista callejero que a comienzos del presente siglo mis ojos felices y atónitos vieron desde una guagua en la céntrica calle 23 de La Habana, Cuba, lo vieron a la cabeza de su grupo de artistas exquisitos, detener el tránsito frente al parque de la legendaria heladería Coppelia, en mitad de la avenida, realizando minuciosos y efectivos trotes, acrobacias y toda clase de audacias y disciplinas corporales en medio de docenas de asombrados transeúntes que los aplaudían de manera incesante. Ese artista integral, sencillo y solidario con “su más inmediata semejanza”, nos entregó hace dos años un libro que podría sintetizar su vida, su arte, sus preferencias y su presencia humana en nuestros nebulosos tiempos: Palabra y herejía, el cual reúne ensayos, transgresiones y destinos, publicado por Milcíades Arévalo, en su Sociedad de la Imaginación, otro templo para seguir adorando los más altos dones del arte, la poesía y la rebeldía de quienes quieren siempre recrear la vida para mejorarla con sus sueños.
Pero lo que hoy nos ocupa- en el 50 aniversario de su labor literaria, teatral y lúdica-, es su novela Crónica del extravío, publicada por Magisterio en impecable edición, que como toda buena novela que sigue los sabios preceptos del creador del género, don Miguel de Cervantes Saavedra, reúne relato, testimonio, exorcismo y memoria melodiosa y cruda de una vida en la Colombia de finales del siglo XX y comienzos del XXI, con su inacabable violencia política, su hipocresía religiosa y social, sus paradojas familiares donde todos los habitantes amamos, trabajamos, soñamos y seguimos creyendo en el amor y en las utopías, sin poder cambiar una nación “con su espuma y su piedra”, como se la presentara el poeta Jorge Rojas a Pablo Neruda, “curvada dulcemente sobre un hombro de América”.
Crónica del extravío comienza con la descripción de la conflictiva relación de un trabajador honrado y severo llamado Leónidas Robledo, y su hijo menor, Antonio, un joven díscolo y voluntarioso, “el más desaforado de sus vástagos”. Entre Leónidas y Alejandrina, la madre, no logran domar en ningún momento ni por ningún motivo la perenne inquietud del pequeño pandillero escolar que los desafía, se fuga, reta a las almas en pena, se enamora de Leonor Jiménez, amor imposible, aunque constante, trabaja en chircales, asume secretas y peligrosas relaciones sexuales, y profesa los más diversos oficios para sobrevivir, desde trabajador de ladrillares, pasando por ciclista y conductor, y luego cantante a lo Gardel, en medio de la atenuante cotidianidad de los barrios obreros y sectores humildes de la capital colombiana.
Cuando aspira a ser el amante de Beatriz Roncancio, sus hermanos amenazan al sentimental Antonio y todo termina en botellazo limpio. La novela se sigue desarrollando con una prosa limpia sin aderezos, amena y directa. El Ché Robledo, antes Tony, se convierte en actor cómico y acróbata. Ocurren abundantes y dispares episodios que la maestría narrativa de Juan Carlos Moyano recrea de manera ejemplar, los cuales no voy a contar, primero, porque le quito la palabra al autor y, segundo, porque sería como invitar a cada uno de ustedes a que no compren el libro.
En los años posteriores a la muerte de don Leónidas, Antonio se dedica devotamente a ayudarle a la madre en la producción de velas de sebo y jabón de tierra. El día a día, dentro del pequeño gran universo del amplio y descoordinado barrio popular, habían dejado a Antonio, con los años, anegado de piernas temblorosas, dolor y raspaduras en los dedos y en las muñecas, en un declive exasperante y ambiguo. Más tarde, junto a Judith, mujer amorosa y sensible, vive el día más trágico de la historia nacional: el asesinato del caudillo popular, cuya figura y habla, era la más fiel encarnación de la nacionalidad colombiana.
Luego, Antonio convive con un sabio republicano español que le revela universos insospechados en el arte y la grandeza del mundo, pero por una pilatuna de voyerista con la insondable amada del sabio, Antonio es expulsado de aquel paraíso irrepetible. Más tarde aparece Abigaíl, una veterana atractiva, con su almizcle ensoñador y encoñador, y su magia seductora inamovible. Y de ahí en adelante, muchas noches tumultuosas, muchos amores contrariados, mucha cerveza, y la culminación narrativa con la supuesta muerte de Antonio, de la que luego se duda, se especula, se vagabundea y se pervive, con hedor de moribundo o de resurrecto, pero al fin muerto, y entre los llantos y responsos doloridos “se apartó, caminando contra la corriente, escondiéndose de sí mismo, completamente extraviado, sin recordar cuál era el rumbo de su maldito destino”.
Crónica del extravío, la extraña, difusa, hermosa y monumental novela de Juan Carlos Moyano Ortiz, reinventa un ser humano, uno más en la feria de los ires y venires del mundo, recrea una casa, una familia, una calle, un barrio, una ciudad, un país y un tiempo detenido en el tiempo mismo, que retrata en fulgurantes y sencillas palabras, esta Colombia que tanto amamos, que tanto sufrimos y por la que tanto soñamos para instalarla en una mejor dimensión.
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* Poeta, novelista, periodista y profesor universitario. Comentarista bibliográfico de Lecturas Dominicales de El Tiempo (1979-2000). Ha sido: presidente de la Casa Colombiana de Solidaridad con los Pueblos (1992-2000); presidente de la Unión Nacional de Escritores (UNE) (1996-1997); colaborador de Radio Habana Cuba y Prensa Latina (2000-2005); jurado de Novela del Premio Casa de las Américas (La Habana, 2001).