Por Frank González
Periodista de Prensa Latina
Desde su toma de posesión el pasado 20 de enero, el mandatario utilizó la amenaza -o aplicación efectiva- de gravámenes adicionales a importaciones como arma de intimidación, presión, negociación y penalización en las relaciones internacionales.
Trump busca aumentar los ingresos fiscales, revertir el déficit comercial -ascendente a 1,2 billones de dólares en 2024- revitalizar el sector manufacturero y obtener ventajas en conflictos geopolíticos y geoeconómicos.
Esa estrategia se enmarca en el postulado del MAGA o Make America Great Again (Hacer que Estados Unidos sea grande otra vez), popularizado por él en la campaña electoral de 2016 y con el cual ganó la reelección ocho años después.
Sin embargo, sus decisiones y declaraciones apuntan a propósitos de más largo alcance, como el distanciamiento del orden global establecido tras el fin de la II Guerra Mundial bajo la égida de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
El mandatario alega que Estados Unidos ha sido estafado durante décadas, a costa de otros países, en el marco de ese sistema de relaciones, en particular las económicas y comerciales.
En tal sentido, la actual Administración norteamericana procura la hegemonía global mediante el “poder duro”, basado en la coerción y el avasallamiento, contrario al “blando”, utilizado por Washington para contrarrestar la influencia soviética tras concluir la contienda bélica.
Apenas regresó a la mansión ejecutiva, Trump ordenó la salida de Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud, del Consejo de Derechos Humanos y del Acuerdo de París sobre el cambio climático.
Igualmente, comunicó la intención de recuperar el canal de Panamá, transformar la Franja de Gaza en un emporio turístico sin palestinos, así como incorporar a Groenlandia al territorio de la nación norteamericana y convertir a Canadá en el estado 51 de la Unión.
En el núcleo de esas ambiciones está la doctrina del Destino Manifiesto, basada en la supuesta excepcionalidad de Estados Unidos, y a la cual recurrió el presidente en el discurso inaugural para referirse al país y su lugar en el mundo.
Al egocentrismo y la agresividad negociadora, Trump añade su enfoque empresarial en la gestión de gobierno, convencido de que los resultados de cualquier empeño dependerán del rendimiento de cada dólar invertido.
De ahí el abandono del multilateralismo a favor del unilateralismo y tratos bilaterales, confiado en la fortaleza de la economía de Estados Unidos y su condición de principal importador mundial de bienes y servicios.
Para Trump, los aranceles encajan en esa estrategia y, aunque los empleó en forcejeos con aliados y adversarios durante su primer periodo de mandato (2017-2021), los anunciados en esta ocasión tienen mucho más calado.
El dignatario presentó, el 2 de abril, un paquete que incluyó un arancel general del 10 por ciento sobre todas las importaciones, acompañado por otros, denominados “recíprocos”, impuestos a más de 60 naciones.
A los gravámenes aplicados a Vietnam (46 por ciento), China (34), India (26), Corea del Sur (25), Japón (24) y la Unión Europea (20), entre otros, se suman el 25 por ciento al acero y al aluminio, así como a la importación de automóviles.
En América Latina regirá el arancel mínimo del 10 por ciento en prácticamente todos los casos, excepto en Nicaragua (18), Venezuela (15) y México, que junto a Canadá participa en el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, en cuyo contexto reciben un tratamiento diferenciado.
El único país latinoamericano ignorado en la relación es Cuba, sometida por Washington a un bloqueo económico, comercial y financiero desde hace más de 60 años.
En medio de la conmoción mundial provocada por el anuncio y su impacto negativo sobre las bolsas y el mercado de la deuda soberana estadounidense, Trump decretó una pausa de 90 días en la aplicación de los aranceles, de la cual excluyó a China, con quien tensó aún más la cuerda.
Expertos y analistas coinciden en que, si bien el gigante asiático cuenta con los recursos para resistir la embestida de Estados Unidos, una escalada del conflicto acarreará consecuencias negativas para ambas partes y, por extensión, para el resto de la economía global.
arb/FGG
Tomado del periódico Negocios en Cuba