La moderna capital de Japón siempre conduce a lo extraordinario: invita a bailar con robots, salir a la calle en kimonos o al mejor estilo cosplay, adivinar el futuro… Esto último, empero, resulta paradójico. Ninguno de sus millones de habitantes fue capaz de augurar el aplazamiento de la justa multidisciplinaria.
En épocas normales, no hay forma de que no impresione a sus visitantes. Pero es enero de 2021 y Tokio luce diferente. Algo le falta. Algo sucedió. La espectacularidad de siempre parece un cliché ante la oscuridad en forma de pandemia. Sonrisas resguardadas por mascarillas, pasos más rápidos en las arterias y un pebetero a la espera de un fuego pospuesto caracterizan su ambiente en los últimos meses.
La Covid-19 puede presumir de que logró algo inédito: postergar un evento de los cinco aros; no obstante, tiene un sinfín de manchas en su hoja de antecedentes, incluido el hecho de destruir vidas, almacenar sueños y romper planes entre incontables historias reinventadas.
En medio de esta tesitura, el deporte sufre en carne propia los efectos de una enfermedad que truncó la línea de tiempo del olimpismo. Mientras, el ámbito atlético intenta sortear los obstáculos en claro acto de supervivencia y miles de atletas entrenan esperanzados en que recuperarán la alegría robada por el coronavirus SARS-CoV-2.
¿FORTUNA O MALDICIÓN?
Las creencias populares marcan el ritmo cotidiano en Japón, un país pletórico de supersticiones y mitos. El número cuatro, por ejemplo, es un nítido síntoma de mala suerte, o la ley no escrita de evitar silbar en horas de la noche porque atrae a los demonios. Este misticismo abarca todos los sectores, y, por supuesto, el deporte no escapa de los continuos intentos de seducir al destino o alejar la fatalidad.
Pero ningún sortilegio es –cuentan sus nativos- más poderoso que los “omikuji”, unos papeles pequeños que pueden adquirirse en santuarios y templos, los cuales predicen el futuro y la (mala) fortuna. Algo así como un coqueteo al azar, sin plan preconcebido o vía de escape una vez dictado el rumbo.
Muchos creen que el 7 de septiembre de 2013, Japón obtuvo una tarjeta “daikichi”: excelente buena suerte, y que por eso logró la sede de la edición 32 de los Juegos Olímpicos modernos. Ahora, en cambio, el pensamiento es pesimista y mencionan la ficha “daikyo”: gran mala suerte, tras la postergación a causa la crisis sanitaria.
Hace ocho años, a las 17:20 horas de Buenos Aires, Argentina, en el 125 Congreso del Comité Olímpico Internacional (COI), el ahora expresidente del organismo Jacques Rogge leyó el nombre de la ciudad elegida para albergar la cita del bisiesto 2020. Tokio era la única entre las finalistas con experiencia anterior: 1964, también uno de los tres territorios con cancelaciones previas, en 1940, después de Berlín 1916 y antes de Londres 1944, siempre por conflictos bélicos.
Sin embargo, vale apuntar que la historia le juega una mala pasada a la capital japonesa, ya que en realidad renunció a la organización en 1938, debido a sus problemas políticos con China y unos pocos meses antes de que estallara de manera oficial la Segunda Guerra Mundial.
Fue entonces que, en plan salvador, el COI buscó consuelo en Helsinki, estrategia que tampoco fructificó por la invasión en 1939 de la Unión Soviética a Finlandia, lo cual terminó por crucificar la lid y Tokio quedó con el sambenito.
Más de dos décadas después el escenario resultó diferente y la urbe devino la primera de Asia en recibir los Juegos y sus organizadores saldaron el designio de mostrar el Japón moderno, con sus samuráis invencibles y en plena transformación a la megalópolis que hoy constituye.
Estas propias ideas fueron reiteradas aquel día de la “suerte” en 2013: economía solvente, seguridad, garantía de calidad, infraestructura contemporánea y capacidad organizativa, todo para conectar otro jonrón entre los cinco aros.
Así, con la voluntad perpetua de cultivar lo novedoso y cuasi inigualable, Masato Mizuno, CEO de la candidatura, saltó de alegría luego de escuchar las palabras de Rogge y más tarde fue categórico con una frase a la prensa que ahora no tiene desperdicio: “Con nosotros van a estar en buenas manos”.
“OMOTENASHI” EN DUDA
Más ansiosos y soñadores que semanas atrás, los amantes del deporte irrumpieron el 2020 con el deleite de saberse en un año olímpico. Tokio tenía lista una megafiesta y toneladas de fuegos artificiales iban a alumbrar a los Juegos más espectaculares de la historia, según fueron “vendidos” de antemano.
El comité organizador insistió siempre en que ofrecería una ejecución impecable, cuya marca sería su tecnología de punta y su tradicional “omotenashi”, término que designa el buen trato y la hospitalidad del país para concretar una “oportunidad única en la vida”.
En febrero del año pasado, cinco meses antes de la fecha para la apertura (24 de julio), los responsables disponían del 98 por ciento de las instalaciones, tras una inversión estimada en 14 mil millones de dólares, 3.8 veces superior al presupuesto inicial, situándose Japón a la cabeza del ranking de las olimpiadas más costosas de siempre.
La idea de regalar un certamen futurista seguía en pie y el uso de la robótica hacía las delicias de atletas y aficionados, quienes, súbitamente, comenzaron a dudar: ¿podrá la pandemia arruinar el plan fantasioso de Tokio? Era la pregunta.
En el primer trimestre de 2020, la disyuntiva dominó los titulares de la prensa, al notarse la devastación causada por la Covid-19. La enfermedad estremecía y los expertos auguraban el peor de los escenarios: cancelación. Otra vez Tokio, esa ciudad colmada de maravillas, “temblaba” a la espera de unos Olímpicos, como 80 años atrás.
El 24 de marzo, una llamada telefónica entre Thomas Bach, presidente del COI, y Shinzo Abe, ex primer ministro del país asiático, sirvió de enlace para dictar sentencia y suprimir las fechas marcadas con tinta roja en los almanaques. El día 25 todo el planeta conocía la decisión. La tarjeta “daikyo”, dijeron algunos, en alusión a la mala suerte.
Exactamente, cuatro meses faltaban para observar el recorrido final de la antorcha sobre una pista sintética. Cuatro, sí, un número que en Japón nadie osa mencionar, porque se pronuncia “shi”, al igual que la palabra muerte. Ni el principal programa deportivo del mundo resistió la fuerza de la letal enfermedad (AUDIO).
A pesar de ello, el júbilo encontró un resquicio cuando se determinó el regreso de ambas lides. Los convencionales buscarán la gloria del 23 de julio al 8 de agosto, al tiempo que los discapacitados pugnarán entre el 24 de agosto y el 5 de septiembre. Empero, no todo es color de rosa, muchos detalles han variado y la capacidad de salir a flote pone a prueba al deporte global.
DOSIS DE ILUSIONES
A 180 días del acto de apertura de la competencia, Japón atraviesa su peor momento desde el inicio de la crisis sanitaria. Tras una semana de continuos récords de contagios, el gobierno endureció las restricciones fronterizas y suspendió el corredor de negocios. Una situación que empaña la realidad de los Olímpicos.
En el peliagudo entorno el descontento marca tendencia: una encuesta reveló que el 80 por ciento de los japoneses consultados apoya aplazar otra vez (44,8) o cancelar definitivamente (35,3) la cita, según la agencia Kyodo, que accedió a mil 041 personas mediante diálogos directos y llamadas telefónicas.
Visto el panorama desde varios ángulos, la solución más viable para asegurar el encendido del pebetero parece ser la vacunación de atletas, entrenadores, personal de apoyo y demás involucrados, sin obviar a la población del país sede y los turistas extranjeros, en pos de abrir las puertas de las instalaciones.
Sobre el tema, el canadiense Richard “Dick” Pound, un connotado miembro del COI, alertó que los Juegos aún podrían llevarse a cabo con una participación masiva de deportistas, pero solo si reciben las dosis antiCovid-19.
Otro escollo es que el Ministerio de Salud y el Centro Nacional de Enfermedades Infecciosas de Japón no han autorizado el uso de emergencia de ninguna de las vacunas ya utilizadas en decenas de naciones, lo que, sin dudas, desacelera cualquier posibilidad de triunfo de la olimpiada.
Por demás, se trata de una auténtica prueba contrarreloj, porque restan por disputarse varios certámenes clasificatorios. Hoy, un 57 por ciento de los cerca de 11 mil competidores poseen boletos asegurados, mientras el 43 restante todavía depende de los criterios dispuestos por las diferentes federaciones internacionales.
A pesar de todo, el COI y el comité organizador reiteran continuamente que el programa cobrará vida “con o sin Covid-19”, pero en medio de la apremiante coyuntura, Tokio 2020 roza lo utópico y resulta el reto más grande del olimpismo en sus más de 120 años de historia en la era contemporánea.
Ahora mismo, ningún japonés adivinador de futuro, cualquier otro ser humano o máquina robótica, es capaz de vaticinar cuál será la situación en unos meses. La justa sigue en un mar de dudas, a la deriva, a la espera de una tabla salvadora. Parece más sencillo lanzar una moneda al aire, observar el vuelo, atraparla y dejarle al azar el resultado: cara o cruz.
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ft/jdg
*Este trabajo contó con la colaboración de los periodistas Yodeni Masó y Raúl del Pino y la webmaster Wendy Ugarte.